martes, 20 de abril de 2010

Un huevo gigante ¡en la puerta de casa!

A las corridas, como cualquier día, Solita salió con un recado, pero se chocó contra un huevo.
Lo rodeó, miró hacia arriba y notó que era tan alto como su casa.
Seguramente había pasado una gallina que en el apuro lo había puesto en su puerta.
"Menos mal que no lo hizo encima", pensó preocupada.
Se trepó por el árbol y al llegar arriba se pasó al huevo y lo empolló.
-¡Soledad! ¡Te pedí que compraras huevos! ¿Dónde estás?
-¡Aquí arriba! -le contestó a su mamá.
Al salir, la señora Clara comentó:
-Sospecho que no va a entrar en la sartén –y volvió a su casa resignada.
Al rato Dieguito pasó en su bicicleta por la vereda.
-¿Qué hacés ahí, Solita?
-¿No es obvio que empollo este huevo?
-Sí, perdón. ¿Venís a jugar?
-Claro que no.
-Siempre estás tan ocupada...
Dieguito se marchó despacio y con la cabeza a gachas.
Antes de irse a dormir, la niña arropó el huevo con mantas, le puso una bufanda y le dio un beso de las buenas noches.
A la mañana siguiente, salió sin correr, lo rodeó y se topó con su vecino.
-Ten cuidado con eso -le dijo bastón en alto-, puede caerse y hacer tortilla mi casa.
-No se preocupe, don Oliva. Está muy firme. Mire.- Lo empujó de todas las formas posibles pero no lo movió ni un milímetro.
-Igual no estarían de más unas cuerdas para sujetarlo -le sugirió el anciano.
La niña clavó las estacas de la carpa de la familia y ató el huevo con firmeza.
-Perdona si lo hago muy fuerte. Cualquier cosa me avisas -le dijo al cascarón.
Para alegrarlo, el resto del día lo dedicó a pintarlo. Así, con gran dedicación y su caja de crayones, le dibujó flores, estrellas y corazones.
-Andate, ¿no ves que estoy ocupada? -le indicó al niño de la bicicleta.
Los días pasaban y la gallina no aparecía. Solita decidió pegar afiches. Para la tarde, todo el barrio terminó empapelado. El cartelito rezaba: "Se busca mamá gallina de huevo gigante".
-No estés triste, va a regresar -lo consoló mientras lo acariciaba.
Una vez por semana, la niña, subida a una intrincada serie de escaleras y toboganes, lo cepillaba con agua y jabón; y todas las tardes subía con una taza de leche y lo empollaba mientras hacía la tarea.
A veces le hablaba y le preguntaba de su vida.
-Se te ve muy saludable. Tu mamá debe alimentarte muy bien. No me agradezcas. Estoy haciendo todo lo posible por encontrarla, pero a veces tengo otras ocupaciones, como ordenar mi cuarto. Te entiendo. Yo tampoco tengo amigos. Todos los demás chicos del barrio son unos bobos. Te prefiero a ti. No me digas, ya sé. Tienes sueño, yo también. Hasta mañana.
En una oportunidad, mientras hacía una cuenta con los dedos, descubrió una rajadura y bajó corriendo por una  gasa.
-¿Querés que te ayude?
-¡Estoy ocupada! -le gritó a Dieguito.
La gasa no bastó y al día siguiente la grieta creció hasta el piso. La niña la cruzó con cientos de banditas, pero parecía no tener solución.
-Ya viene tu mamá. Ella va a saber sanarte. Te va a dar un beso por aquí y mágicamente cicatrizarás.
Solita estaba tan preocupada que le temblaban las trenzas.
Diego se detuvo con su bicicleta y le preguntó qué le pasaba.
-¡No quiero que se rompa!
-Pero los huevos siempre se rompen.
La grieta rodeó el huevo y se partió en dos.
Un pollito gigante comenzó a piar y pronto apareció la gallina, ¡imagínense lo grande que no entraba en este libro!
Así, mientras madre e hijo se alejaban por la calle principal, el niño de la bicicleta le preguntó a Solita:
-¿Querés jugar?
-Solo si saltamos a la soga.

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